Gabina y María eran parte de una numerosa
familia, doce hermanos que junto con sus padres vivían en un rancho de la
sierra de la Giganta.
Transcurrían los años
cuarenta del siglo pasado, época en la que en esos lugares todo era escaso, no
había trabajo, ni dinero, ni que comprar, los lugares más cercanos para
conseguir algún satisfactor necesario para la vida cotidiana eran hacia el
norte: Santa Rosalía y al sur, la ciudad
de La Paz, a las cuales había que trasladarse en caballos, mulas o burros ya
que solo había brechas, algunas por la costa y otras atravesando la sierra por
las que se trasladaban, como lo hicieron los misioneros en algún momento de su
paso por esta media península.
Como tampoco había las
herramientas necesarias para construir muebles u otros artículos necesarios
para el hogar, el serrucho por ejemplo, todo tenía que hacerse con un machete o
un hacha utilizando madera del lugar.
En la casa de Gabina y
María, como eran muchos, dormían en el suelo sobre cartones, trapos viejos o
costales los que hacían función de cama, lo que resultaba muy incómodo. Harta
de esta situación, Gabina que era la más grande, le dijo a su hermana que
hicieran una cama, que su mama tenía muchos cueros de chiva y con una aguja que
su padre había fabricado de alambre y con el hilo que sacaban de los costales
en los que venía la harina y (que por cierto guardaban celosamente porque
después los utilizaban para coser la ropa u otras tareas del hogar), se
pusieron a darle forma a su proyecto y finalmente lograron coser varios cueros,
los cuales pusieron sobre el piso y ahí se durmieron plácidamente ya que,
además de calientitos les daba cierta comodidad.
A la media noche Gabina
se despertó y extrañada sintió el rigor del suelo frio y áspero, la cama ya no
estaba. De inmediato despertó a María.
Las dos Buscaron afanosamente sin encontrar rastro alguno.
La cama no podía haber
desaparecido, así como así, debería estar en algún lado.
Finamente las miradas de
las muchachas se clavaron en los perros, tenían dos bastantes flacos y
hambreados y vieron que uno de los ellos tenía rastros de la cama en el hocico
y concluyeron que los perros se la habían comido, lo que seguramente resulto un
banquete para los dos animales que con la panza llena y un sueño profundo todavía disfrutaban del sabor de los cueros
tiernos que inconsciente e inoportunamente pusieron a sus alcance las dos
ingenuas muchachas, a quienes poco duro el gusto de una cama cómoda y mullida.
Gabina falleció hace
tiempo y María, -hoy Doña María- con 83 años encima, recuerda con un poco de
vergüenza y un dejo de tristeza, aquellos años llenos de penurias, pero también
felices de su niñez y sueña en regresar al rancho que hace tiempo dejó por
cuestiones de salud y pide a Dios le conceda volver a contemplar los cerros y
las montañas que la vieron crecer, esos que en aquellos años recorría buscando
las chivas, la leña o tenían que atravesar para visitar algún rancho cercano.
Llena de recuerdos de su infancia los cuales transitan
lentos por su memoria como ella en su andar, que tiene que apoyarse en un
bastón porque el cuerpo ya no le responde igual que antes, a su edad todo es
difícil y complicado y aunque su vista se le escapa poco a poco, -con un ojo ya
no ve y el otro ya no le sirve de mucho-, aun así, no pierde la esperanza de
contemplar de cerca, aunque sea por última vez, la majestuosidad de la Sierra
de La Giganta.
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