El GMC y la paloma

 

Una historia real, con un poco de humor



En los primeros años del nuevo siglo adquirí un picap modelo ochenta y tantos, marca GMC, un S-15. No sé cuál sea la diferencia con el S-10, que es más popular, aunque son muy parecidos. Era un vehículo de doble tracción, cabina y media. El vehículo estaba bien arreglado, es decir, parecía de carreras, sonaba igual a uno de esos y era una chulada en las brechas. Aunque no corría mucho, hacía tres horas o poco más a La Paz. A campo traviesa parecía que corría a mil por hora, quizá sería por el ruido, porque tenía el escape arreglado, pero, además, traía muy buenos amortiguadores.

El auto referido me duró más de diez años. En él me trasladaba a un rancho de La Giganta, al cual acudo todavía con frecuencia. Son setenta kilómetros entre pavimento, terracería y brechas.

En una ocasión que viajé a la ciudad de La Paz en él, me tuve que traer un perro que era de una de mis hijas, a la que siempre le han gustado estos animales. El animal era de esas razas que parece que tienen barba y bigotes, parecido a Golfo, el protagonista de la película de caricaturas de Disney La dama y el vagabundo, pero éste era del sexo opuesto y de color gris con blanco, más blanco que gris. Por eso se llamaba Paloma. Era bastante inquieta, por cierto, y como el carro venía lleno la amarramos atrás, en la caja.

Tomamos camino por la transpeninsular y todo transcurrió con normalidad hasta el kilómetro 32, aproximadamente, que es donde está la primera subida antes de llegar a la del kilómetro 35, ahí donde ahora termina también la carretera ampliada a tres carriles.

De por sí lento, el carro en las subidas prácticamente se paraba, y ya entrado en esa primera pendiente, la perra saltó y nos pasó corriendo. ¡Van a creer que nos rebasó muy quitada de la pena! Incrédulo le dije a mi acompañante: “¿qué no es la perrita que traemos amarrada atrás en el picap?”

Aceleré, repasando todos los cambios de primera hasta quinta, porque ahí donde ven tenía quinta, y de quinta hasta primera y nada. Éste no avanzaba. Mientras tanto la perrita se alejaba cada vez más. Entonces volteé por el retrovisor y vi ya atrás una fila interminable de automóviles que se perdían en la primera curva. Nos estacionamos, me bajé y corrí detrás de la perra. En ese momento la fila de autos en el otro sentido comenzaba a tomar forma. Los choferes que venían del Valle fueron deteniendo sus vehículos al mirar que yo corría, comenzaron a echarme porras, otros a aplaudirme y otros más ya desde los cerros y arriba de los tráileres me pedían que acelerara el paso. Me gritaban: “¡sí se puede!, ¡si se puede!”. Yo seguía corriendo, subiendo la pendiente, mientras el ánimo de los espectadores subía de tono. Alcancé a escuchar un estéreo que comenzó a tocar esa canción que anda de moda, la de “Cabrón y vago del fantasma”, con Los Dos Carnales. Alguien gritó: “¡un médico, mi señora va a dar a luz!”. Afortunadamente venía una ambulancia del lado de Constitución y rápidamente la señora fue atendida ahí mismo sobre una camilla. Alguien proporcionó una sombrilla para cubrirse del sol. “¡Fue niño!”, dijo el papá, y como era 24 de junio, el mero día de San Juan, uno de los presentes grita: “¡se llamará como yo¡”. “¡Como yo también!”, dijo otro. De pronto de la nada comienzan a cantar “Las mañanitas” y a rolar los botes de tkt light que repartía alguien, seguramente era del Valle, pues vestía botas y sombrero.

Aquello se hizo una fiesta. Los cláxones de los tráileres comenzaron a sonar y había música por todos lados. Algunos sacaron sus sillas plegables y lonas, y sentados junto a sus vehículos disfrutaban del momento.

Hasta un joven, de esos que se paran en los cruceros de La Paz, comenzó a hacer malabares con pelotas y otras cosas, seguramente era estudiante de la universidad.

Mientras yo, con la perrita en los brazos y exhausto contemplaba aquel espectáculo sin saber qué hacer. Por un lado, me sentía cohibido ante tal manifestación y cantidad de personas congregadas, pero, por el otro, me recordaba los años que anduve en la política, la de aquellos mítines que llenaban plazas y estadios escuchando las promesas de los candidatos ¾que por cierto nunca cumplían, y hasta la fecha¾. Eso no ha cambiado. En esas estaba cuando alguien se acercó y me sacó de mis cavilaciones. Me pidió que le vendiera el animal, pero pues no. Porque no era mío, aunque por ganas no quedó.

Parecía que la fiesta no tendría fin. Como han de suponer, nunca falta un pelo en la sopa, porque cuando el ambiente estaba más animado y amenazaba con ponerse mejor, llegaron los federales de caminos, cinco patrullas, muy bravos, queriendo infraccionar a los dueños de los vehículos y amenazaron con llevarlos al corralón. Alguien dijo socarronamente:

¾¿Y a los jinetes y caballos también se los van a llevar al corralón?

Porque para ese momento ya había cerca de diez cabalgantes ataviados con sus cueras, polainas y sombreros de gamuza, todos formados. No sé si eran de alguna cabalgata o de un rancho cercano que andaban campeando ganado, el caso es que estaban ahí.

Los federales se dieron cuenta que lo que pretendían era más que imposible, había más de doscientos vehículos. Mejor optaron por invitar a los presentes a continuar su camino, entre los que iba yo, con la perra. Ahora, en lugar de la caja del picap, la llevé en los pies de mi compañera, dentro de la cabina, algo que desde el inicio del viaje quise evitar. En fin. Ni modo. Finalmente, así fue.

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