La primera vez que llegué
a Ciudad Constitución fue en el año de 1958, un año después de que adquiriera
nombre oficial y cinco más transcurridos desde su fundación.
Cursé
aquí el tercero, cuarto y quinto año de primaria; el Crucero es un pueblo que
nació sin nombre oficial y, por lo mismo, durante mucho tiempo se identificó de
diferentes maneras: por el nombre de la colonia en la que estaba, por el cruce
de caminos, por el kilómetro de la carretera. Finalmente, por el nombre oficial
adquirido en 1957. Sin embargo, en la actualidad todos esos nombres han quedado
atrás y ahora hay una nueva denominación: El Valle.
No
nací aquí. Llegué con mis padres y permanecí sólo tres años. Después regresaría
para quedarme indefinidamente en Villa Constitución, que es su nombre oficial,
ahora ya convertida en ciudad.
Fui
de esa generación que le tocó ver nacer y crecer a este pueblo, cuando nada más
había unas veinte chozas-casas con techo de palma y paredes de madera de cardón,
diseminadas sin orden alguno.
El
entorno social y cultural de los niños y jóvenes de aquella década era
diferente. Fue, pues, muy limitada, puesto que únicamente existía una escuela
primaria.
El
amanecer y el atardecer ―o
el sol en el cenit―
nos indican la hora, pero también las campanas de la iglesia que llamaban a misa
y la de la escuela que inicialmente era un rin de automóvil el cual hacían sonar
tres veces. Después vendría la «Marcha de Zacatecas» para formarnos y entrar a
clases. Era el sonido que también nos marcaban el recreo y la hora de salida.
El
Crucero era una comunidad muy pequeña, no sólo en tamaño sino también en
habitantes. Para finales de la década de los cincuenta rebasaría los dos mil,
más la población flotante en temporada de pizcas. Por esto el sonido de las
campanas se oía claramente en todo el lugar, pues no había otro que opacara esa
señal. Había pocos automóviles circulando, carretas jaladas por caballos o
burros, también las de los señores que vendían dulces, raspados o alguna que
otra bicicleta despistada se atravesaba en el camino.
El
tiempo no transcurría para nosotros; todo era diversión, aunque en realidad no
había tantas cosas como ahora. Nos divertíamos casi con cualquier objeto. Había
juegos de temporada, como las canicas, el trompo, los papalotes, etcétera.
En
el caso de los trompos, seguramente había nuevos, pero casi nadie los compraba
porque los hacían de palo verde o de guayabo que eran más duros con un clavo
sin cabeza en la punta. En algunos casos quedaban medio rusticones y charrascos,
pero también había quien hacía una obra de arte a pesar de que lo labraban con
machete. Y ya listos ¡a hacerlos zumbar! ¡Cacharlos en la mano o simplemente
destruir el del contrario!
Las
canicas fueron otra diversión. ¿Quién no jugó a las canicas? No puedo acordarme
de los nombres de cada juego, pero sí recuerdo que se hacían cuatro hoyos y en
el centro un círculo en el que se colocan las canicas, y se dibujaba una raya
para determinar el orden de los jugadores. El que caía más cerca tiraba primero
y luego había que pasar por los cuatro hoyos y después al centro. Si caías
adentro te ahogabas y tenías que devolver las canicas que habías ganado hasta
ese momento.
También
volábamos papalotes que nosotros mismos fabricamos, hechos de papel de china,
carrizo y un pedazo de trapo como cola. Una vez en lo alto mandarles un correo.
Colocábamos un trozo de papel en el hilo y el viento se encargaba de empujarlo
hacia arriba ¡y a ver cuál llegaba más lejos! A veces se rompía el hilo y había
que seguirlos para tratar de alcanzarlos o de plano se nos perdían en el monte o
en las siembras que rodeaban a este pueblo.
Nos
divertíamos también con las resorteras cazando pájaros o lagartijas. Éstas se
construían de los árboles, aprovechando las horquetas y con un pedazo de hule y
cuero estaban listos para usarse. Jugábamos competencias de tiro al blanco,
sobre todo con botes o botellas como blanco.
Otros
juegos serían el yo-yo, que no fue tan popular como los anteriores, y el balero.
Había nuevos, pero aquí también el ingenio sustituía la carencia de dinero para
comprar uno, con un bote desechado de algún alimento enlatado, un palo y una
cuerda, ¡ya tenías tu propio balero que funcionaba igual que uno nuevo!
Las
niñas jugaban a los encantados, al bebeleche o peregrina. También al pelotazo,
al pin yaks o matatena, al quemado, etcétera.
Las
artistas de moda en ese tiempo eran las hermanitas Corrales, Blanca e Inés,
alumnas de la escuela Revolución que cotidianamente eran parte de los programas
escolares y las celebraciones de la comunidad.
En
aquellos años ya se rentaban bicicletas. Lo hacía un señor Ruan, cuyo nombre no
recuerdo. Fue aquí donde aprendí y me hice un experto en el manejo de la bici.
El
Crucero era un pueblo sin pavimento, sin luz, sin agua entubada, sin casas. No
había casas en forma, nada más chozas, el béisbol sí era popular y también el voleibol,
también el Cine Variedades, aunque de noche porque no tenía techo.
El
silencio cotidiano era parte de nuestra vida, por eso se apreciaba el ruido del
viento, el ladrido de los perros, el cacarear de las gallinas y uno que otro
radio desbalagado que a lo lejos se oía tocar.
No
había exigencia en el vestir, ni tiendas de ropa, ni dinero para comprar, pero
sí costureras, la mayoría de los niños andaban sin zapatos, lo que era común, como
parte de nuestra cotidianidad.
Para
nosotros la escuela era el eje sobre el cual giraba nuestra vida. Particularmente
para mí, porque mis padres eran maestros. La escuela nos exigía la mayor parte
del tiempo, pues se trabajaba con horario discontinuo: en la mañana de 9 a 1 y
en la tarde de 3 a 5, quedando pocas horas para el resto de nuestras
actividades cotidianas considerando que no había energía eléctrica.
Fuimos
alumnos de una escuela sin edificio, en aulas prestadas. Las primeras que
tuvimos eran de paredes y bancas de madera de cardón y techo de palma, lo cual
provocaba que por las múltiples rendijas de las tablas mal acomodadas se
filtrara sin misericordia el viento caliente del verano y el frío del invierno,
así como la brisa cotidiana. Esa brisa espesa que a ratos vuelve todo invisible
y ni se diga el polvo, ese polvo finito que no respeta espacios y llega hasta
los más recónditos lugares. Por su parte, el sol penetraba sin pudor alguno por
las hendiduras de las palmas hasta nuestros mesabancos, producto del mal
trabajo de alguien que, con buena voluntad, pero ajeno a esta actividad, se
había ofrecido colocarlas.
La
planta de maestros de la escuela Revolución en esos años variaría con
frecuencia. Recuerdo algunos nombres de maestros que laboraron en esta
institución educativa: Víctor Manuel Peralta Osuna fue el primer director, y
luego el profesor Juan Gutiérrez Luque.
Como
maestros, además de mis padres, profesores Elías Márquez Taylor y Esthela
Castro Cota, estuvieron la profesora María Asunción Almaraz España, Pedro Osuna
Higuera, Alfonso Cortés Guevara, Socorro Katzestein, Rodolfo Valle Núñez,
Higinio Marco Celso, María Esther Ruiz Trasviña, María Enriqueta Meza, Juan
Antonio Pérpuly y otros más que escapan a mi memoria.
En
ese tiempo las tiendas grandes eran el súper El Crucero, de la familia Garza;
La Proveedora del Valle, de don Pancho Trasviña y su hijo Franco; La Casa del
Pueblo, de don Prisciliano López. Igual El Campesino, de la familia Siqueiros.
Conocí
al señor Daniel Arciga, quien vendía dulces y otras chucherías en una carreta y
que en esos años construyó el local de la tienda La Ciudad de México. Un
edificio para esa fecha muy grande y moderno, el cual todavía se encuentra en pie,
aunque ya muy deteriorado.
Todavía
estaba la tienda La Tapatía, de la familia Martínez Cruz, que era un local de
madera.
Ya
desde entonces se vendían tortillas de maíz, lo menciono porque al mediodía me
mandaban a comprarlas para la comida. No recuerdo el nombre del negocio ni su
ubicación, sólo que estaba por el rumbo del mercado.
Desde
aquellos años los vientos del Pacífico han llegado puntualmente al mediodía,
arrastrando el polvo de esas calles que nunca se raspaban o regaban. No había
equipo ni maquinaria para eso, y con ello llegaban también los chamizos y
remolinos que formaban parte del paisaje cotidiano en un pueblo que parecía
salido de un cuento de Juan Rulfo.
Había
que comer a hora temprana del mediodía, de lo contrario la tierra aderezaba los
platillos, ya que a esa hora lo cubría todo.
La
pila de la escuela Revolución era el centro de muchas actividades. Desde ahí se
llevaba el agua en carretas para repartirlas a la comunidad. También en ese
lugar se bañaban los chamacos, algo que era una manera cotidiana de divertirse.
Fue también el lugar de reunión de algunas parejas que aprovechaban la ocasión
para estar cerca.
He
tenido la oportunidad de saludar a algunos de mis compañeros de grupo de
aquellos años y a otros les recuerdo con singular afecto.
A
Tete Laga, en su consultorio dental; a Toño Guiza, empresario ampliamente
conocido en esta ciudad; al profe Antonio Álvarez, compañero de generación de
la Normal y ahora maestro jubilado.
A
María de los Ángeles Montoya, quien radica en la ciudad de La Paz; a Arcelia
Ledesma, también jubilada, quien laboró muchos años en la secundaria Flores
Magón; a Enrique Aguilar Preisser.
Hay
otros que recuerdo bien, pero que dejé de ver desde hace ya muchos años, y
actualmente nada sé de sus paraderos: José Luis Camarillo, Rosa Camargo, María
Saadra González de la Toba, María Luisa Valadez Villalobos, Enrique Alcántar, José
Arnold González de la Toba.
De
aquellos años también recuerdo a Chichi Lizárraga, a José Galindo, a Horacio el
Ángel del Silencio, Miguel Martínez y Juan Ángel Trasviña Aguilar.
De
los hechos anteriores han pasado ya siete décadas. Poco de lo mencionado queda
actualmente. El pueblo ha crecido, la mayoría de las tiendas enumeradas han
desaparecido y hay nuevas generaciones de habitantes en la región, quienes en
aquel entonces eran adultos la mayoría se nos han adelantado y los jóvenes de
hoy poco o nada conocen del origen de este pueblo, El Crucero.
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