Hace algunos meses tuve
la oportunidad de saludar a un viejo amigo, compañero y casi hermano de la
escuela Normal. La coyuntura se dio cuando Rafael Marrón Gerardo, originario de
Ensenada, decidió viajar a Baja California Sur para reencontrarse con su raíces
familiares, y de paso visitar la escuela que lo formó como maestro, así como a
los compañeros de generación; es, cabe mencionar, un admirador de las bellezas
sudcalifornianas, las que piensa recorrer una y otra vez, mientras pueda.
Vinculado
a esta tierra por el origen de sus padres que son netamente sudcalifornianos,
su recorrido es parte de sus planes ya como jubilado, viajar por carretera con
toda la calma del mundo, disfrutando cada lugar y cada momento.
Su
primera escala en este viaje de varios días fue en Cataviña, santuario de zaguaros
y cirios, que igual reciben o despiden a los visitantes, acompañándolos en un
largo tramo de carretera; también lo hacen las blancas y enormes rocas que
adornan el paisaje característico de esta región que lo hacen diferente e
inconfundible.
Para
quienes han viajado al norte o al sur de la península, Cataviña representa un
respiro en el camino. Si vienes muy cansado puedes quedarte en el hotel, igual
puedes aprovechar para rellenar el tanque de gasolina o si sólo es para estirar
las piernas, ir al baño o tomarte un rico café al amanecer o por la tarde, para
que no te venza el sueño en el camino; o si de plano tienes hambre, llegas al restaurantito
cuyo nombre no recuerdo, pero que ahí está esperándote en tu viaje sea de
placer o negocios. ¡Ah, qué bistec ranchero tan sabroso hacen ahí!
Rafael
viajó acompañado de su esposa y uno de sus hijos, el cual está recibiendo
clases en línea. ¡Está a punto de recibirse de abogado!
Otra
de las paradas importantes en este viaje de Rafael fue en Santa Rosalía. ¿Por qué
Santa Rosalía? Porque aquí nació su mamá y, aunque ella ya falleció, quedan en
este lugar algunos tíos a quienes visitar, pero sobre todo quedan los recuerdos
familiares, esos que nunca se van y que al evocarlos vuelves vivir aquellos
pasajes de tu infancia o adolescencia que ya creías haber dejado atrás.
Santa
Rosalía, como todos sabemos, es famosa por su iglesia, la cual por accidente
llegó a ese lugar. Sí, fue construida por el mismísimo Eiffel, el de la torre
de París. Famoso también este lugar por sus “playas negras”, que inspiraron una extraordinaria canción dedicada al pueblo,
compuesta por Chuy Vega e interpretada magistralmente por los Cadetes de
Linares y cuyo título es precisamente éste, el mismo del color de sus playas.
Pueblo
minero con sabor Francés, se distingue también por sus casas de madera y el
pan, tan famoso como sabroso, y en uno de esos lugares de venta de comida,
justo a la entrada del pueblo, en donde está la locomotora , un hígado
encebollado inigualable.
Aquí
radican algunos familiares de Rafael, inclusive visitó a algunos de ellos,
porque siempre es grato reencontrarse con la familia.
Posteriormente,
cuando supe que ya estaba en Loreto, esperé que Rafael y su familia anunciaran
su salida de ese puerto para pedirle reunirnos en un café de Ciudad
Constitución. Así fue. Teníamos cincuenta años de no vernos, desde que
trabajamos en la sierra de Sinaloa, somos además de la misma generación de la
escuela Normal. Allá nos vimos pocas veces porque en ese entonces ni caminos
había, sólo veredas y brechas por las que se transitaba a pie o a caballo. Nos
íbamos de Guamúchil en un tranvía (camión de redilas adaptados con asientos en
la plataforma) que nos dejaba en ciertos puntos del camino y luego a pie o a
caballo para llegar al lugar de trabajo. Fue sin lugar a dudas una gran
experiencia y además inolvidable.
Otro
de los objetivos de Rafael era visitar la tierra de su padre: Miraflores, y la
de sus abuelos: Caduaño. Y lo hizo. Fue al panteón de Miraflores y encontró
todas las tumbas de sus abuelos y tíos. Visitó la casa y el rancho de los
abuelos, pero ya sin ellos, abandonado.
Sorprendido
por el camino a Boca de la Sierra, recién pavimentado, al pie de la Sierra La
Laguna en donde se encuentra la cascada que sin lugar a dudas es un lugar
encantador y muy visitado.
Después,
al regreso de su gira por el sur de la media península, volvimos a reunirnos en
el mismo lugar, con todas las preocupaciones debidas porque todavía se sentían
los estragos de la pandemia y, aunque ya vacunados, había que extremar
precauciones.
Ahora
fue más el tiempo que compartimos. La esposa de Rafael se paraba en un pie y
luego en el otro, se sentaba, caminaba y nosotros metidos en la plática,
recordando los tiempos del internado, de la escuela, de las prácticas, de los
compañeros, de Sinaloa; en fin, un montón de recuerdos guardados en algún
rincón que fueron brotando espontáneamente. También agregamos algo de nuestro
paso por la docencia.
Hay
que reconocer que el tiempo nos ha cambiado físicamente. Ya no somos los mismos
tilicos de la escuela, de cuando nos poníamos pantalones del 27 o 28 de
cintura; de los abundantes copetes de aquellos años de la adolescencia no queda
nada. Nos ha crecido la frente, la panza y la escarcha de los años acumulados cubre
nuestra escasa cabellera. Sin embargo, y es lo bueno, seguimos manteniendo
vivos los recuerdos que marcaron nuestras vidas. Le decía a Rafael que yo no me
acuerdo de muchas cosas que hicimos en los años del internado; hay otras que
las tengo tan presente como si estuvieran sucediendo en ese momento, como
aquella noche en la “Crujía” (dormitorio en donde estábamos todos los de primer
año) cuando volaron diversos objetos, entre ellos una bota que fue y le partió
la ceja a Marrón ¾así le
decíamos en la escuela¾,
cuya cicatriz todavía se le nota.
¾Fue
Jaime Peña ¾me
dice¾, en
ese momento no nos dimos cuenta porque fue cuando apagaron la luz. A las diez
de la noche bajaban el interruptor del dormitorio en donde vivíamos cerca
cuarenta alumnos, así que se imaginaran los relajos que ahí se hacían.
Estas
fueron algunas experiencias de la escuela que generaron muchos recuerdos de nuestro paso por la Normal, así que cuando
algunos de la generación 1965-1968 nos juntamos, como seguramente les pasa a
otros compañeros que estudiaron en esta escuela, motiva charlas interminables y
un intercambio infinito de anécdotas, de esas que jamás se olvidan.
Por la
pandemia, Rafael no pudo reunirse con los compañeros residentes en las
poblaciones del sur del estado, asunto que quedó pendiente para otra ocasión
que esperamos pueda ser pronto.
Hay
que reconocer que su visita, como la de cualquier amigo al que se le estima y
que no se ha visto en años, remueve necesariamente los recuerdos que asentados
y ocultos en la memoria, brotan espontáneamente
y desordenados.
Un
afectuoso saludo a Rafael Marrón, hasta Ensenada, para él y su familia.
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