La casa grande, la única en el barrio de ese tamaño,
fácilmente se distinguía de las demás. Estaba sobre la calle principal que venía
del centro de la ciudad, casi junto al bordo. Allí terminaba el pueblo y
también los terregales.
El barrio era viejo, quizá no tanto como la ciudad,
pero eso sí, era una colonia marginada y sus habitantes eran personas, en su
mayoría, venidas de diferentes partes del país, con hábitos y costumbres muy acendradas.
Aquí la vida era un constante drama que a diario se
vivía. Sólo podías soñar en el paraíso cuando ibas al cine porque ni leer
sabían, ni modo de comprar un libro.
El dueño de la casona fue don Justiniano, un hombre
formado a la vieja usanza. Lo único que lo identificaba con los vecinos era la
actividad a la que se dedicaban en ella: todos eran ladrilleros.
Don Justiniano tuvo una familia numerosa y varias
hijas, cinco, para ser exactos. Todas muy bonitas, además de simpáticas y
alegres, pero esos rostros juveniles y lozanos con el paso del tiempo se fueron
marchitando como las flores del rosal cuando se les niega el agua. Lo anterior
debido al trato que, hasta cierto punto inhumano, les daba el padre en su afán
de imponerles una forma de vida que no correspondía a los tiempos en que
vivían, pero que para él era lo correcto.
Las chicas, como era natural, traían alebrestados a
todos los muchachos del barrio. Pero, como supondrán, su padre no dejaba que
tuvieran novio. Era muy celoso, autoritario y chapado a la antigua. Acostumbrado
a que se cumplieran sus órdenes, no toleraba que lo cuestionaran. A pesar de
ello una de sus hijas salió embarazada. ¡Eso fue el acabose! No permitió que se
casara y tampoco que saliera a la calle. Al paso de los meses todo mundo supo
que la muchacha había parido, pero nadie sabía del niño. Nunca se le vio por
ningún lado.
Para don Justiniano fue un golpe demoledor. No podía
creer que su hija estuviera embarazada. Aquel desacato iba en contra de su
moral, de sus costumbres, de esa formación que como herencia le dejaron sus
padres y abuelos. Se preguntaba continuamente ¿qué hacer en un caso como éste?
En su cabeza revoloteaban muchas ideas; muchas respuestas que no le satisfacían;
tampoco muchas soluciones lo convencían. Así duró tiempo antes de tomar una
decisión. Dejó que su cabeza se enfriara sabiendo que finalmente tendría que
hacer algo.
Durante nueve meses fue una lucha constante entre sus pensamientos
e ideas sembradas desde chico, de hombre duro y recto, en contra de su corazón
que le decía lo contrario, que perdonara, que era su hija.
El niño nació, pero nadie lo vio. La existencia del
pequeño le recordaría todos los días el desliz de su hija. Sería la vergüenza
de la familia y el hazmerreír de todos y eso no lo podía permitir, sobre todo porque
él se había forjado una imagen de hombre estricto.
Pese a todo, el niño desapareció. Es decir, nadie supo
más de él, ninguno de la familia comentó algo al respecto de su paradero, por
insignificante que fuera la información. Sin embargo, cuando la gente comenzó a
atar los cabos sueltos llegó a la conclusión de que el niño estaba muerto y
enterrado en el patio de la casa, asesinado para borrar todo vestigio de ese
hecho que, decía el padre, llenaba de vergüenza a la familia.
Con los años el señor y su familia se fueron. La
vivienda quedó sola. Marina, que no tenía casa, se fue a vivir ahí, pues tenía
cierto parentesco con la familia.
Para entonces la casa tenía mala fama y las personas
del barrio trataban de no pasar cerca de ella. El edificio ya no era aquella construcción
imponente y bonita de un tiempo pasado, cuando la vivienda lucía bien, hasta en
cierta forma atractiva. Con el paso de los años y el abandono se fue
deteriorando y su aspecto tuvo, entonces, algo de siniestro. Aunque no se podía
precisar por qué, el sólo hecho verla daba miedo.
Marina escuchó que su niño platicaba en la noche. Ella
pensaba que su hijo hablaba dormido, como suele pasar con muchas personas y no
le daba importancia, sobre todo porque ella llegaba de trabajar siempre muy
cansada y se dormía profundamente.
Marina era prácticamente una madre soltera, pues su
marido la había abandonado hacía tiempo con todo y niño. La mujer sabía lo que
la gente platicaba. Que ahí se aparecía un niño, que hablaba o lloraba. Era una
versión que circulaba profusamente. También había escuchado de aquel niño que
nunca nadie vio y, decían, fue asesinado por su abuelo como castigo y ejemplo
para sus hijas el cual enterró en el patio de la casa, pero ella no daba
crédito a esos rumores.
Igualmente conocía la opinión de los vecinos que
decían que por eso la citada casa había permanecido deshabitada por mucho
tiempo. Pero Marina, un poco incrédula, hacía caso omiso de esos comentarios y
su vida transcurría con normalidad.
Esa noche era luna nueva y por eso estaba una noche más
oscura. Marina no había podido conciliar el sueño. A media noche escuchó con
toda claridad que su niño conversaba con alguien, su hijo tendría unos seis años.
Se levantó y al entrar a la otra habitación pudo observar que su bebe platicaba
con otro pequeño de su misma edad.
Ahí, junto a su hijo estaba otro niño, cuya figura
difusa no se podía observar con claridad. Aquel niño parecía salir de un gran
hueco en la pared, algo así como un
portal oscuro y tenebroso. El niño le extendía la mano a Juanito ¾así se llamaba su hijo¾ e intentaba jalarlo hacia él. Su rostro gesticulaba una
sonrisa entre maliciosa e ingenua y una voz muy clara le decía “ven, vente
conmigo”.
Cuando Marina vio aquello quedó paralizada. Quiso
hablar, pero las palabras no brotaban de su garganta. Comenzó a sudar, sintió
que un aire helado recorría su cuerpo y un prolongado escalofrío la hacía
temblar. Entonces un grito de terror se le escapó:
¾¡Noooooo!
En ese momento el niño del portal desapareció. Se fue
desvaneciendo poco a poco llevándose un gesto de tristeza infinita, sin bajar
la mano que le había tendido a Juanito.
Como era de esperarse el pánico la invadió y junto con
su hijo se refugió en su habitación esperando con desesperación que el nuevo
día llegara. Marina Pasó la noche en vela esperando que aquello hubiera dio
nada más una pesadilla o un mal sueño, pero no, lo que vio fue real y nunca lo
olvidaría.
Al día siguiente Marina se fue para nunca regresar. Desde
entonces, también, tiene sueños recurrentes en los que con toda claridad ve
aquel niño que ahora es a ella a quien le susurra “ven, vente conmigo”. Siempre
despierta alterada. Es una pesadilla que no ha podido borrar de su vida y que
la ha cambiado para siempre.
Años después por fin pudo contar esa amarga
experiencia que le tocó vivir con “el niño de la casona”.
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