Diariamente, con su habitual
parsimonia, el Señor de los Perros recorre las mismas calles, siempre a la
misma hora, por la mañana y por la tarde. Sale desde su domicilio al norte de
la ciudad, hacia el centro, en donde se encuentra la zona comercial, acompañado
siempre por sus perros. A veces lleva unos cuantos, pero en otras ocasiones trae
muchos más.
Lo he visto pasar por
esta calle tantas veces que ya le perdí la cuenta. Un día, así nomás, lo detuve
para platicar con él. Manuel es uno de los personajes urbanos de la ciudad.
Aquí radica desde hace doce años o más. Él es originario de una pequeña
ranchería ubicada en lo más alto de Sierra la Giganta —casi tocando el cielo,
dice—, más allá de San Isidro.
Me lo encuentro seguido
en la tienda del barrio. Busca comida paras sus perros y para él. Su vestuario,
como supondrá usted, querido lector, deja mucho que desear. Se viste, pues, con
lo que la gente le da, o con lo encuentra en la calle en los botes de basura. Siempre
trae una gorra maltratada, por cuyos lados asoma un cabello blanco y descuidado,
usa una camiseta desmangada ¾que en un tiempo seguro fue blanca¾ que expone una piel ya
flácida, agrietada y requemada por el sol. Un palo de escoba lo acompaña a
manera de bastón de un mago poderoso venido a menos. A veces trae un pantalón
en buenas condiciones, en otras, sin embargo, otro todo raído.
Manuel fue un hombre de
mundo. Un día, sin más, salió de su rancho de origen y recorrió varios lugares.
También conoció el efímero poder del dinero ganado fácil y que mal administrado
se acaba pronto, como los «amigos» y complicaciones que éste atrae. En su caso,
el dinero fácil le permitió dar rienda suelta a sus antojos más vulgares para,
finalmente, regresar como salió, sin nada en los bolsillos y con una vida
desperdiciada en el camino.
Se ve sano a pesar de
su rutina de hurgar en la basura y de que el baño no es prioridad para él.
Ya en confianza le
pregunté:
¾¿Usted nunca se
enferma?
¾Me enferme en una
ocasión ¾dijo¾. Tenía doce años. Me
puse flaquito, flaquito. Entonces vivía en el rancho y como no me aliviaba decidí
suicidarme. Le dije a mi mamá: «me voy a suicidar». Y salí caminando rumbo a la
sierra. Me fui por el arroyo hasta que llegué a un cantil muy alto, como de lo
alto de un poste de la luz. Me subí y me paré en la orilla. Grite: «¡chingue a
su madre el mundo!» Y que me aviento.
¾¿Y qué pasó? ¾le pregunté intrigado.
¾Pues abajo había mucha
arena y sólo quedé medio mareado, como cuando uno anda muy borracho. Me recuperé
y me fui a acostar a la sombra de un árbol muy frondoso que estaba cerca, y me
dormí. Desperté como a las ocho de la noche y me regrese a la casa. Llegué como
a la una de la mañana y pensé: «mi mamá se va a poner muy contenta de verme». Cuando
estuve allí, ella ya andaba en el trajinar de la cocina. Le dije: «¡ya regresé,
mamá!». Ella me contestó: «no que te ibas a suicidar».
»Luego lo intenté nuevamente.
En el rancho había un caballo muy bronco. Nadie se atrevía a montarlo porque a
todos los tumbaba. Como pude, de un brinco me encaramé. El animal salió
corriendo a todo galope. De suerte se fue por la brecha, porque si se hubiera
ido por el monte me desbarata. Corrió como quinientos metros en una carrera
desaforada para finalmente tropezarse con unas ramas de choya que estaban
tiradas en el camino. Ambos rodamos por tierra, pero a ninguno de los dos nos pasó
nada, sólo unos raspones. Entonces me di cuenta de que todavía no me tocaba y
desistí de volver a intentarlo.»
Se ve que Manuel goza
de cabal salud, física y mental.
Como todos los días
pasa por esta calle, siempre que se puede se le da comida, pero ya en una
ocasión me dijo que le prestara dinero, a lo que le pregunté ¿y cómo me lo vas
a pagar?
Me enseñó un boleto de
lotería.
¾No ¾le dije¾. Con eso no. No es
garantía.
Me contestó:
¾Ya una vez, allá por el
ochenta, cuando yo tenía treinta años, me saqué la lotería. ¡Doscientos mil
pesos! Cuando me lo entregaron no me cabía el dinero en las bolsas del pantalón.
¾¿Y qué hizo con él? ¾pregunté por mera
curiosidad.
¾Una parte lo presté a
mis amigos, que nunca me pagaron, pero que lo supieron invertir y ahora están
muy bien económicamente. El resto me lo gasté en mujeres y vino. Duré mucho
tiempo borracho y se me acabó todo.
Actualmente Manuel
tiene poco más de setenta años. Su andar es pausado, bastante lento; arrastra
los pies al caminar, con una figura que comienza a encorvarse. Tal vez la vida
desenfrenada de sus años juveniles le está cobrando factura, sin embargo,
cuando platico con él y, ya en confianza, abre su corazón, los recuerdos
comienzan a aflorar, aunque de manera desordenada. Por ello, de un tema brinca
a otro, dejándonos sólo pinceladas de lo que fue su vida pasada. Aunque de
manera particular se estaciona en uno que en él dejó una huella profunda: su
primera novia.
Con aire nostálgico y
cierta emoción, Manuel recordó el primer amor de su vida, a sus diecisiete años.
¾La conocí en San Isidro.
María de los Ángeles se llamaba. Bailé tres días con ella en las fiestas de Navidad,
en Paso Hondo. Se hizo mi novia. Luego salí del lugar y tardé mucho en
regresar. Cuando volví la encontré casada y con tres hijos. Un día ella se me
acercó y me dijo: «Manuel, no fui tu compañera. Sin embargo, espero encuentres
una buena mujer que se case contigo». Se me salieron las lágrimas. Lloré. Lloré
porque yo la quería. Nunca la he olvidado y la recordaré hasta el día de mi
muerte.
Después, con esa voz
cansada, apenas perceptible, habló brevemente de su vida en el rancho, de su
paso por el Valle y de su andar por este mundo, de las mujeres que tuvo, de la
vida que llevó. Lo recuerda con un dejo de arrepentimiento, pero consciente de
que no podía aspirar a nada más, pues ni su nombre sabe escribir.
En el ocaso de su vida
no pierde la esperanza de ganarse nuevamente la lotería. Quizá por ello le
pregunté:
¾¿Y si no se saca la
lotería?
¾Seguiré haciendo lo
mismo ¾me dijo seguro de sí¾, hasta que el camino
se me termine.
No pudo formar una
familia, porque siempre le ganó el vicio del alcohol, por eso finalmente encontró
en los perros la compañía y el consuelo necesario para mitigar la soledad de su
vida con ellos, que son como sus hijos. Así lo refiere y así los trata,
comparte los alimentos, la cama, incluso dialoga con ellos, como si realmente entendieran
los que él les platica.
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