En ese verano, como en los
anteriores, era común la venta de nieve. Con temperaturas arriba de los treinta
y cinco o cuarenta grados al mediodía era habitual buscar cómo refrescarse, así
que cuando pasaba el carro de los raspados, el de las paletas o el de la nieve,
inmediatamente buscaban alcanzarlo para comprarle su producto y así mitigar un
poco el calor, aunque sea momentáneamente.
Allá,
por alguno de los años de la década de los ochenta, Alejandro y su hermano,
tendrían en ese tiempo catorce y quince años de edad, trabajaban como
vendedores de nieve en uno de esos carros que llevan un copete encima y que
viajan de pueblo en pueblo anunciando su presencia con ese sonido inconfundible,
muy similar al de las cajitas musicales, inmediatamente reconocido a la
distancia por niños y adultos que raudos salen a su paso para detenerlo.
Ellos
tenían asignada la ruta al poblado Benito Juárez. Resultó que una ocasión que
no pudieron ir, en su lugar fue Juan. “Juan Sin Miedo”, le decían sus amigos, porque
según él no le tenía miedo a nada, tal vez sería por sus 18 años y su cuerpo
musculoso, se sentía invencible al igual que el personaje de un cuento que
habitualmente pasaban por la radio local en esos años. Cuenta Alejandro que
ellos sí tenían miedo a viajar a esa comunidad porque al regreso, siempre por
la tarde, era común que atravesaran la carretera cientos de víboras de
cascabel, mismas que aparecían y siguen apareciendo cotidianamente en tiempo de
calor, aunque ya no en la cantidad de antes.
De
regreso de la ruta Juan, quien en ese
momento conducía el carro de las nieves, tal vez por su falta de experiencia o
de conciencia, cuando vio que una víbora cruzaba por la carretera se le hizo
fácil echarle el carro encima. Ésta, al sentir el peso de la llanta se enroscó
sobre el neumático y el eje delantero del vehículo logrando detener intempestivamente
la marcha del carro en cuestión, el cual derrapó sobre el pavimento llegando
hasta afuera de la cinta asfáltica. La llanta amarrada quedó en el aire,
pues
a un lado había una alcantarilla de más de un metro de profundidad, lo que
provocó que la llanta de la esquina trasera contraria a la llanta afectada
se
levantara peligrosamente hacia adelante.
Fueron
momentos de tensión los que vivió el chofer mientras el carro se mecía, parecía
una volcadura inminente. Para Juan serían segundos que se le hicieron eternos, mientras
procuraba no moverse. Aunque por más que empujaba el asiento hacia atrás, el
carro seguía en su vaivén oscilante, como si fuera “un sube y baja de los
parques infantiles”, se aferraba al volante con tal fuerza que sus manos
comenzaban a entumirse y el sudor que ya le escurría por el cuerpo comenzaba a
empapar toda su ropa. Finalmente la llanta trasera se detuvo sobre la carretera
y Juan Sin Miedo pudo respirar tranquilamente.
El
peligro había pasado.
Tardó
en recuperarse del susto. Una vez seguro de que no había peligro afuera, se bajó
del vehículo a revisar la llanta.
Ahí
estaba la víbora atorada con la cabeza sobre la llanta, parecía que lo estaba
viendo, aunque ya estaba muerta y en no lo sabía, susto el que se llevó. Al
principio no se animaba a tocarla, lo pensó mucho pero al final, viendo que
oscurecía rápidamente tuvo que ponerse manos a la obra. Trató de sacarla, pero
no pudo. Se había enredado como cuando una cuerda se enrolla en un ventilador.
Intentó de varias maneras quitarla, sin conseguir mucho.
Así
estuvo buen rato en medio de aquella soledad, rodeado sólo de cardones y
mezquites, mientras el sol comenzaba a perderse en el horizonte y las sombras
de la noche empezaban a cubrir todo a su alrededor, motivando que las aves
nocturnas comenzaran a llenar el aire con sus cantos y la fresca briza del
pacifico mitigara paulatinamente el intenso calor que la tarde había dejado, siempre
con la esperanza de que alguien pudiera auxiliarlo.
La desesperación
comenzó a apoderarse de él, el tiempo transcurría y no sabía qué hacer,
indeciso y temeroso solo miraba las víboras que continuaban pasando sobre la carretera.
Hay
que recordar que en ese tiempo todavía no había teléfonos celulares y la gente
de los poblados se encerraba en sus viviendas desde temprano, por lo que, de no
pasar alguien que lo auxiliara tendría que caminar hasta el lugar más cercano,
mínimo cinco kilómetros, o dormir arriba del vehículo con el consiguiente
peligro de las víboras, tendría que seguir esperando al nuevo día para recibir
ayuda de alguien.
Las
víboras suele subirse a los vehículos en busca del calor. A veces se quedan en
el motor, pero también por cualquier resquicio tratan de penetrar hacia el
interior, hacia donde van los pasajeros.
Para
fortuna suya, cuando ya comenzaba a perder la fe, pasó un vehículo cuyo chofer detuvo
la marcha. Enterado del asunto, sacó una navaja. Tuvieron que cortar en pedazos
a la serpiente para poder liberar la llanta. Por curiosidad al final la
midieron, tenía cerca de tres metros de larga.
Destrabada la rueda, el conductor del
carro de las nieves reanudó la marcha hacia Ciudad Constitución. Sin embargo,
la experiencia le dejó una enseñanza preciosa: no volvió a tratar de pasar por
encima de alguna víbora. Desde entonces les tiene gran respeto. Además, a
partir de esa fecha, ya no quiso viajar a Benito Juárez, ni
tampoco que lo llamaran “Juan Sin miedo”, solo Juan, a secas.
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