Esta historia se desarrolla a mediados del siglo pasado,
cuando San Luis Gonzaga conservaba aún gran parte de su grandeza; además de la
misión y de sus antiguos edificios, en esos años había una aceptable actividad
comercial, siendo la ganadería una de ellas, puesto que gran parte de la vida
de los habitantes de la región giraba en torno a la cría y venta de ganado.
Balbino Castro vivía en esa
comunidad. En una ocasión salió en busca de unas vacas que se le habían perdido.
Tomó el camino real, a pie, hacia el norte. Más adelante halló una vereda, por donde
andaba su ganado, según le habían dicho.
Balbino ya había recorrido
esos caminos en muchas ocasiones, tantas que ya se los sabía de memoria. Conocía
los atajos, los arroyos, las subidas, las piedras, hasta los árboles que había
en el camino. Sin embargo, en el campo siempre hay algo nuevo que aprender.
Balbino ya pasaba los
cincuenta años. Su pelo entrecano lo manifestaba, todavía estaba fuerte y
acostumbrado a caminar. Estaba un poco pasado de peso, cuestión que lo hacía
sudar en demasía. Su sombrero le amortiguaba un poco el calor, pero no era
suficiente para evitarlo.
Con la lona y la cobija para
dormir en el hombro, y el cuchillo que nunca faltaba, se enfiló más hacia la
sierra.
Era julio, pleno verano. Salió
cuando la mañana estaba aún fresca, pero ya al mediodía el calor comenzó a
arreciar. Llegó el momento en el que sol caía con todo el rigor del mediodía,
quemando hasta las entrañas. Aun así continuó su búsqueda que se extendió hasta
la noche.
Cuando oscureció, buscó dónde
dormir. En la zona serrana, los rancheros duermen en donde se les hace noche. Tendió
su lona y su cobija después de hacer una fogata. Se recostó, se tapó con la
cobija porque en la noche, aun de verano, el aire del Pacífico enfría el
ambiente a tal grado que obliga a cubrirse, a diferencia del golfo, región en
que el calor permanece las 24 horas. Finalmente colocó el cuchillo debajo de la
lona, a la altura de la cabecera. Se quedó dormido plácidamente mientras
observa cómo poco a poco se iba extinguiendo el fuego que durante un buen rato
amainó el frío de la noche que, particularmente, parecía boca de lobo.
Por la madrugada sintió que
algo le oprimía el pecho. «¡Es un león!», pensó. No lo sabía, pero por el peso así lo
intuyó. Permaneció inmóvil eternos segundos. Con todo cuidado comenzó a sacar
la mano para tomar el cuchillo, poco a poquito, poco a poquito. De pronto el
animal le sujetó la mano. Balbino no se volvió a mover hasta que el león fue
aflojando. Entonces el león arrancó la cobija hacia los pies. Así,
efectivamente, descubrió que era un león de la sierra. Comenzó a sudar, pese al
frío que hacía.
El león comenzó a jugar con él.
Lo movía para un lado y para el otro como muñeco de trapo. Ya lejos del tendido
y del cuchillo, y él haciéndose el muertito, porque no le quedaba de otra. Dicen
que los leones eso hacen, primero juegan con su presa, sea venado, liebre, o
cualquier otro animal, y después la matan.
En una de esas suertes de
juego del león, Balbino quedó boca arriba y el león le dio un jalón en los ijares
—la parte lateral del vientre en las personas y en algunos animales— que lo
destapó, dejándolo pelado, sin camisa y sin pantalones. Nada. El animal le hizo
trizas la ropa. Al tiempo que el león le puso la nariz en el ijar —los felinos
salvajes siempre comienzan a comer por ahí—, pensó Balbino: «ahora sí, ya me
llevó la fregada».
Balbino conocía todos los peligros
que en la soledad del campo acechaban a los furtivos visitantes y en su vida había
sorteado muchos momentos dificiles, pero ahora sintió que no viviría para
contarlo. Eso pensaba mientras cerraba los ojos, cuando sintió la fría nariz del
león en el ijar. El león, entonces, comienza a estornudar repetidamente. Se
retiró a sentarse cierta distancia, viéndolo sin dejar de estornudar. No se
movía. Sin embargo, regresó otra vez y le volvió a poner otra vez la nariz fría
en el ijar para iniciar el arranque. Balbino se encomendó a todos los santos
habidos y por haber. Para su buena suerte, le volvió la estornudadera al león y
éste se retiró nuevamente. Al tercer intento le pasó lo mismo. Entonces el león
dio la media vuelta y se fue, por allá, por la vereda. Durante un rato, cada
vez más lejos, se escuchaba que todavía iba estornudando.
Pasó un buen rato para que la
tranquilidad le volviera nuevamente a nuestro personaje, pero ya calmado de tan
desagradable experiencia se volvió a acostar así como estaba, reanudando el
sueño interrumpido.
Otro día, en la mañana, Balbino
vio el montón de huellas de los leones alrededor de él. Por lo que supo no era
uno, sino varios de ellos.
¿Qué fue lo que pasó? ¿Por qué
el león no se comió a Balbino?
Así lo explica el protagonista
de este relato:
«Como el león come pura cosa fresquecita, no come nada que huela mal. Por suerte que no me había bañado en tres días. Por eso no me comió la bestia. Yo les aconsejo que, si van a salir al campo, no se bañen, porque el león eso tiene, que si se le apesta la comida ya no se la come. Devora nada más puro acabado de matar.»
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