SAN BARTOLO

 


Situado al sur de La Paz, por el camino viejo, al pie de la Sierra de la Laguna, como detenido en el tiempo, se encuentra San Bartolo, una comunidad surgida a finales del siglo xviii o principios del xix, cuyas principales actividades siguen siendo las mismas desde sus orígenes, la ganadería y la agricultura, esta ultima dedicada a la producción de frutales y dulces regionales cuya fama ha trascendido sus fronteras.

San Bartolo ha conservado los apellidos de sus primeros habitantes, por eso sigue siendo la tierra de los Castro, de los Cota, de los Cosío, de los Trasviña, de los Aguilar, de los Rochín, de los Meza, de los Ruiz y de otros más.

Sin lugar a duda San Bartolo es una tierra privilegiada por Dios, con un agradable clima, un extraordinario paisaje y una quietud que invita a la relajación y al descanso.

Flanqueada por interminables cordilleras que, divididas por un enorme arroyo que hace resaltar, desde lejos, la blancura de sus arenas, mismas que contrastan con lo verde de los huertos que se extienden más allá del horizonte.

En el lecho del arroyo y en los alrededores se distinguen enormes rocas blancas, que son el lugar predilecto de las iguanas para tomar el sol, y de los zalates, árboles característicos de esta región porque precisamente crecen sobre las grandes piedras, dándole al paisaje un toque magistral.

San Bartolo fue una parte importante en el contexto político y social de la primera mitad del siglo pasado, junto con comunidades como San Antonio, El Triunfo, Todos Santos, San José y, desde luego, La Paz. Con el paso de los años y con la llegada del progreso y del turismo, San Bartolo fue rebasado por lugares con playa, sin embargo, conserva su atractivo y se ha convertido en lugar de descanso para desayunar o comer el plato regional ya famoso: frijoles con queso y burritos, una empanada o un tamal amarrado al estilo sudcaliforniano. No digamos de los dulces regionales: hay de guayaba, de mango en barritas o los orejones; también hay de limón, la panocha de gajo, de papaya y toronja, el jamoncillo y la fruta recién cortada, como el mango, la naranja, el aguacate, la caña, las ciruelas, etc., etc.

Hace algunos años San Bartolo era paso obligado hacia el sur o hacia el norte, según hacia donde viajara, y se transitaba por una brecha que en su mayor parte se ubicaba por los arroyos y por las huertas; me platicaba uno de los primeros choferes de Autotransportes Águila que le tocó viajar en esa ruta, que cuando pasaba el autobús por la huerta de don Juanito Silva, el camión quedaba lleno de mangos que caían sobre él, al topar con los árboles que se encontraban a los costados del camino, que por cierto era muy angosto, de tal manera que sólo cabía un solo vehículo.

En el trayecto de San Bartolo a La Paz se hacían de seis a ochos horas en el recorrido, pero cuando se construyó la carretera transpeninsular el pueblo se integró al progreso modificando el trazo del camino. Ahora el tiempo de viaje se hace en tan sólo una hora. Cuarenta y cinco años después, con la construcción de la autopista que va por Todos Santos, la vía corta, desvía el tráfico hacia allá, desplazando a los pueblos del ahora “camino viejo” o ruta larga; pero si bien es cierto que la circulación es menor, esa circunstancia la ha convertido en la zona ideal para el turismo que ama la naturaleza y la tranquilidad, considerando que San Bartolo se encuentra en una zona elevada, al pie de la sierra de la Laguna. 

En esta comunidad nunca se acaba el agua del manantial que abastece a sus habitantes y a sus sembradíos. El “Ojo de agua”, como se le conoce, fluye todos los días y todos los años sin parar. Ese manantial inicialmente estaba en la huerta de don Reyes Castro, mi abuelo, pero con los años, y de acuerdo con la nueva legislación, esa parte se separó y quedó en manos de las autoridades. Ahora es un lugar público muy concurrido, además que desde ese lugar se abastece de agua al pueblo.

Cuando todavía era parte de la huerta en cuestión había un “estanque” que era una alberca de piedra; en ella nos bañábamos. El agua entraba por un lado y salía por el otro para continuar su camino por las acequias hasta llegar a todas las huertas y, finalmente, en un ciclo interminable, volver a empezar su recorrido.

Ahora, en ese lugar, hay una gran alberca destinada a recibir a cientos de personas que acuden a ese lugar los fines de semana. 

De aquellos años recuerdo claramente la abundancia y diversidad de árboles frutales, hasta plantas de café había, aguacates, mango, ciruela roja o amarilla, higueras, uva, guayaba; plantas de chile, limones y naranjos; toronja, plátanos, papayos y caña de azúcar, desde luego, de esta se obtenía diversos tipos de dulce como la melcocha, la cual requería cierto tipo de habilidad, sobre todo con las manos, para darle el punto, nos gustaba ir a los trapiches en época de molienda, ahí siempre nos invitaban guarapo, que es el jugo de la caña. Todavía debe de haber algunos, aunque ya no he tenido la oportunidad de visitarlos.

Antes de que hubiera carretera y antes de que hubiera nomenclatura en las pocas calles que hay, para ubicar el lugar en donde vivían sus vecinos o para referirse hacia donde se dirigían, dividieron al pueblo en tres partes considerando la orografía de la comunidad: “al otro lado”, o sea, en el otro cerro; “pasando el arroyo”, o “abajo”, si era hacia el sur; o “arriba”, si era hacia el norte.

Inicialmente mis abuelos vivían “al otro lado”, en una casa blanca, muy grande. Después se cambiaron junto a la plaza, es decir, “arriba”. Ambas casas todavía existen, con nuevos dueños, pero con los mismos recuerdos, esos que nunca se van y que brotan espontáneamente en el momento en que uno se detiene frente a ellas y que nos hacen regresar a nuestra infancia llenándonos de nostalgia.

Para ilustrar de mejor manera mí comentario quiero compartir una anécdota que nos platicara mi madre en alguna ocasión, y que se refería a que, en este pueblo, San Bartolo, vivía una familia integrada principalmente por mujeres, a quienes por apodo les decían “Las peludas”. En realidad no sé porque les decían así, el caso es que la mitad de esa familia vivía en la parte alta del pueblo y la otra en la parte baja, y cuando se les miraba llegar decían, refiriéndose a ellas: “ahí vienen las Peludas de “arriba”; o “ahí vienen las Peludas de “abajo”, según fuera el caso, señalamiento que no llevaba ningún morbo o mala intención, solamente era una manera de referirse ellas y al que la gente del lugar ya estaba acostumbrada.

De mi infancia recuerdo algunos nombres que, a pesar del tiempo, no se han borrado, como el de Jacinto Cota, que era el policía de la comunidad; mis tías Eloísa y Lugarda, que con tantos años encima —debieron ser del siglo xix—. En realidad, no eran mis tías, sino de mi abuela Carlota. De doña Quela, hermana de mi abuela Carlota que después sería Ecónoma de la Normal Urbana. De mi tío Genaro, hermano de doña Carlota, era muy Güero. Del Nico que tenía una tienda, la cual aún existe. Del Chimilano. De Juanito Silva, ya lo mencioné anteriormente, y de la persona que llevaba el correo en un camión color verde que debe haber sido modelo de los 30 o 40, y le decían el Alacrán, creo que se llamaba o apellidaba Sedano.

Durante el gobierno del general Francisco J. Múgica se construyó una presa, la cual se ubicó a dos mil quinientos metros del Ojo de Agua, rumbo al sur. Su finalidad era abrir nuevas tierras de cultivo en La Mesa, nombre que le daban a una planicie que está más al sur, pasando la zona montañosa. Además, hicieron canales para el riego, los cuales todavía se encuentran funcionando. No sé si se tuvo éxito, lo que sí es cierto es que actualmente la presa está llena, pero de arena, se ensolvió. Quizá por un mal diseño, o por mala operación o manejo. Pero ahí está, casi oculta entre la abundante vegetación. Si bien no acumuló agua, sí evitó que el arroyo se continuara erosionando.

La mayoría de las casas de San Bartolo apenas se dejan ver, se encuentran ocultas entre la vegetación de las huertas, ubicadas cerca de los arroyos y al pie de las montañas. Para llegar a ellas se avanza por veredas y caminos sinuosos que parecen perderse en un instante para luego aparecer nuevamente e indicarnos el rumbo a seguir.

San Bartolo tiene dos panteones, el más antiguo está al pie del cerro, atrás de la iglesia y allí descansan los restos de algunos de mis antepasados. Me tocó encontrar la tumba de don Alberto Cota y Martínez, padre de mi abuela Carlota. Mi bisabuelo. Desafortunadamente dicho panteón está muy deteriorado por el tiempo, por las aguas que bajan del cerro y por los animales que deambulan sin control por entre las tumbas.

De San Bartolo salieron muchas familias en busca de más y mejores oportunidades de trabajo y de estudio. Los Castro Cota, por ejemplo, emigraron a La Paz, otras familias se fueron al Valle y otras más a lugares tan distantes como Baja California o al interior de la república.

Al Valle de Santo Domingo llegaron don Pancho y Ruperto Trasviña. Ambos fueron destacados comerciantes de la región y seguramente familiares nuestros en algún grado, puesto que mi abuelo era Castro Trasviña, pero, además, mientras vivieron en San Bartolo, fueron vecinos nuestros. Me decía Blanca Trasviña, hija de don Pancho, que recuerda con claridad cuando ella y yo platicábamos a través de la cerca y eso sería cuando tendríamos tres o cuatro años.

En el Valle nos volvimos a encontrar y aquí mi compañero de escuela fue Juan Ángel Trasviña, hermano de Blanca, ahora un destacado luchador social, con quien además trabé una gran amistad en aquellos años de mi infancia.

Don Pancho Trasviña y su hijo Franco establecieron una tienda de abarrotes la cual se ubicaba sobre la carretera, hoy bulevar Olachea y calle Javier Mina. Se llamaba La Proveedora del Valle. Fue uno de los comercios exitosos de esta región.

Don Ruperto Trasviña, también en el Valle fundó el supermercado llamado Trasmont.

En Villa Constitución conocí a don Mauricio Meza Rochín, también originario de San Bartolo, un excelente amigo y un gran contador de historias y mejor memoria. Don Mauricio llegó al Valle a principios de los cincuenta. Era empleado de la Junta Local de Caminos, fue uno de los encargados de traer a la gente que fundó María Auxiliadora, Los Sinarquistas. Primo hermano de mi abuela materna, doña Carlota Cota Meza, también de San Bartolo, conocía a todas las personas de esa comunidad y de cada una tenía una historia que contar. Don Mauricio se quedó a radicar en esta tierra, aquí se hizo agricultor y ganadero; le gustaba montar a caballo y por su gran don de gentes fue muy conocido y apreciado por la comunidad.

En San Bartolo hay tres o cuatro calles que llevan el nombre de ilustres ciudadanos, ya fallecidos, que vivieron en este lugar. Uno de ellos sería mi abuelo, Reyes Castro Trasviña. Don Reyes Castro, muy joven se fue a estudiar al vecino país del norte, en donde curso la carrera de Tenedor de Libros —hoy contador público—. Dominaba perfectamente el idioma inglés, fue masón de la logia Fieles Obreros de la Baja California de La Paz y además un próspero comerciante, era agricultor y ganadero. Se casó por primera vez en Estados Unidos con una ciudadana de aquel país con quien procreo dos hijos, Juan y María. Años después se divorció y casó nuevamente, ahora con mi abuela Carlota Cota Meza, con quien tuvo doce hijos, todos ellos gente de bien, muy trabajadores, de ahí saldrían seis maestros, entre ellos mi madre.

De la época en que mis padres fueron maestros en San Bartolo conservo una anécdota que no quisiera contar porque no es grato convertirse en pirómano a los cinco años, sin embargo, puedo alegar a mi favor que fue producto de la inocencia de un niño que a esa edad no actuaba ni con malicia, ni con maldad, más bien fue la ingenuidad de la niñez.

Dicho lo anterior puedo decirles que el asunto estuvo así: mis padres trabajaban en la escuela del poblado y ésta tenía una cocina en la cual preparaban los alimentos para los niños que venían de las rancherías. Era, pues, una cocina de vara trabada y techo de palma. Yo no era alumno, pero me la pasaba allí. Resultó que en una ocasión las puntas de las hojas de las palmas caían hasta cerca de un metro del suelo, porque no había piso, y yo traía una caja de cerillos en la mano. No recuerdo más que prendí un cerrillo y se lo puse a una de las palmas y nada; luego encendí otro y ese sí agarró fuego, de tal forma que acabó con toda la cocina, aunque en realidad no era muy grande. La cosa no pasó a mayores, no sé si me pegaron o no, no lo recuerdo, aunque si lo hicieron estaba más que justificado.

A pesar de los años San Bartolo permanece igual, sigue siendo un pueblo pintoresco y hospitalario, con una actividad económica muy dinámica. Lo visito cada vez que tengo oportunidad, dos o tres veces por año, aunque ya soy un extraño en mi tierra, las personas que conocía ya fallecieron o ya no viven ahí. Sólo parte de mis antepasados descansan en sus panteones.

Los pocos años de mi infancia que pasé en ese lugar me dejaron recuerdos imborrables y cada vez que llego a ir reviven en un desfile interminable de imágenes, hechos y anécdotas que vuelvo a disfrutar plenamente, aunque por el tiempo y la distancia cada vez son menos.

Si en alguna ocasión dispone de tiempo libre, váyase a San Bartolo, tírese sobre la blanca arena del arroyo, cierre los ojos, relájese y disfrute del murmullo interminable del agua que brota del cerro o de la que corre por las acequias, déjese arrullar por el sonido de las palmeras y de los árboles que se mecen al compás del viento, cuyo sonido inigualable lo transportara al paraíso. Deléitese con el hermoso canto de las aves que revolotean por la abundante vegetación de los alrededores. Le aseguro que jamás olvidara ese momento.

 

 

 

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