La canción “Pescadores de Ensenada”, interpretada por
Los Cadetes de Linares, es un clásico de la música ranchera, y fue un éxito
durante mucho tiempo. Se escuchaba en todas las reuniones o fiestas, pero sobre
todo en la radio. Recuerdo que la estación de Rosarito cuando tenía el programa
de los Laboratorios Mallo o Mayo con Pablo Carrillo, en horas de
la madrugada era obligado tocar ese tema. Fue un éxito no sólo por lo pegajoso
de su música y letra, sino también porque en pocas palabras narra la difícil vida
de los pescadores en el mar y la angustia de las familias cuando estos se van, en
este caso los de Ensenada, pero igual pasa lo mismo con los de otros lugares.
También hubo una película a principios de los noventa
―La Tormenta Perfecta― que retrata la vida y tragedia de un grupo de
pescadores a causa de una tormenta. Todo lo anterior me vino a la mente cuando
platicaba con Daniel Ruelas, vecino de esta ciudad, ahora trabajador del campo,
pero antes, ya hace varios años dedicado a la pesca a bordo de un barco cuya
base estaba en el puerto de Ensenada.
Me narraba lo difícil que es la vida en el barco,
dura, muy dura, sobre todo en los barcos que salen a pescar mar adentro. Ellos
partían de Ensenada, navegaban ocho horas o más para llegar al lugar en donde
lanzarían las redes o las trampas para sacar salmón u otros productos. Allí
trabajaban veinte horas continuas por sólo cuatro de descanso, en aguas
extremadamente frías. De tal manera que si caías al océano morías de hipotermia.
Ataviados nada más con un termal, la ropa de uso encima y un traje de hule para
no mojarse. Aunque la ropa les dificultaba trabajar, tenían que acostumbrarse
al frío ya que la zona de pesca estaba muy al norte.
Se trabajaban cuatro o cinco días continuos hasta que
llenaban las bodegas, sino había mal tiempo todo transcurría normalmente. Sin
embargo, si les atrapaba una tormenta del norte o del sur, había que pasar
momentos difíciles. “Los barcos son como patos”, me decía Daniel. Porque
normalmente no se hunden así como así. No obstante, con una tormenta que durase
más de veinticuatro horas ésta podía tragarse al barco con todo y tripulación, destruyéndolo
aunque fuera de hierro.
Al cuestionarlo con respecto de las comunicaciones y
radares con que contaba el buque, manifestó que eran de mucha ayuda, sin
embargo había veces que las tormentas o el mal tiempo aparecían de manera
repentina y tan cerca de los barcos que éstos no tenían manera de eludirlas. Los
barcos son lentos y las tormentas muy rápidas, así que en unos cuantos minutos
pueden quedar atrapados dentro de una de ellas.
Los pescadores ganaban un porcentaje de la venta del
producto, diferente la cantidad, según la experiencia como pescador, pero una
muy buena paga. De tal manera que valía la pena trabajar en la pesca,
arriesgarse y de alguna forma exponerse a los accidentes que son frecuentes en
este tipo de actividad.
“Hay dos tipos de tormentas”, refiere Daniel: “las
tormentas calientes, que vienen del sur; y las tormentas frías, que son las que
vienen del norte. Ambas igual de peligrosas.”
La mayoría de las veces los barcos salen bien librados
en casos de tormentas, sin embargo cada temporada el mar se traga algunas embarcaciones
y a pesar de que los tripulantes llevan equipo moderno de salvamento, en su
mayoría no resisten los embates de las agitadas y enormes olas que en un
interminable vaivén arrastran, revuelven y destrozan lo que encuentran a su
paso.
Como las olas alcanzan fácilmente los diez metros, un
barco cargado es más susceptible a que se hunda. Las olas, por su tamaño, pasan
por encima de la embarcación y en un descuido el agua penetra en la sala de máquinas,
en la bodega de los alimentos, los dormitorios o en la cabina de mando y los
tripulantes, que en esos momentos no piensan en otra cosa sino sólo en salvar la
embarcación, se dedican a achicar los lugares inundados.
Como los arreos de pesca, jaulas o trampas, se apilan
en columnas muy altas hay ocasiones en que los barcos sucumben a la fuerza de
las olas acostándolos sobre el mar, para finalmente hundirse.
Me decía Daniel que en una tormenta hay pescadores que
se ponen a llorar. Aunque son los menos, es muy común. Más de lo que uno se
imagina, porque son momentos de terror los que se viven, aunque la mayoría no
piensa en que el barco se vaya a hundir, sino en asegurar todo tratando de
librar el meteoro, esperando que el viento y las olas amainen para seguir
pescando o regresar a puerto. “En esos momentos no pasa por la mente que uno que
se va a morir o que vamos a naufragar.”
Daniel no es hombre de mar, las circunstancias y la
necesidad de trabajar lo llevaron a subirse a un barco. Fue sin duda una gran
experiencia. Aprendió muchas cosas y conoció muchos lugares de Estados Unidos,
Canadá y Alaska; tuvo contacto con personas de otros países, desde la lejana
África, Asia, América Latina y muchos mexicanos, pero dice aunque físicamente
son diferentes, y hablan otros idiomas. “En el mar todos somos iguales,
hermanados por un objetivo común, hacer bien nuestro trabajo, ya que de ahí
depende nuestra vida y nuestros ingresos.”
Daniel extraña la vida en el mar. Fueron más de ocho
años navegando, pero como es un trabajo muy duro y sus mejores años ya pasaron,
sólo le queda recordar aquellos días felices cuando la pesca era muy buena y
los momentos trágicos cuando estuvieron a punto de naufragar.
“Pero hay algo que jamás habré de olvidar”, dice
Daniel. “Aquel día en que, de estar tranquilos trabajando, de repente el cielo
se nubló, el viento comenzó a soplar con fuerza descomunal, la lluvia comenzó a
caer a torrentes y el barco comenzó a zarandearse peligrosamente. Una vez
superada la sorpresa del momento, de inmediato seguimos el protocolo de
seguridad y cada quien se hizo cargo de las tareas previamente acordadas. Unos
amarraron las grúas, otros aseguraron la carga y los que quedaron, a sacar el
agua.
”El viento arreciaba con fuerza inusitada. Uno de nosotros,
a causa del golpe de una enorme ola cayó al agua al tiempo que el barco de
bamboleaba de manera extrema, casi a punto de volcarse. Lo bueno fue que el náufrago
traía una cuerda amarrada a su cintura y de inmediato, no sin batallar lo
sacamos del agua. Aun así, las olas pegaban en el barco sin piedad.
”Recuerdo que el buque se estremecía y las olas nos
bañaban a todos. Éstas eran tan enormes que parecía que nos iban a aplastar, y que
nos íbamos a ir hasta el fondo del mar. Sentí entonces que éramos como una cáscara
de nuez en aquel formidable y agitado mar. El barco subía y bajaba como si
fuéramos en la rueda de la fortuna, pero con un movimiento mucho más rápido y
violento. Así transcurrieron varias horas de lucha constante. Extenuados, casi
a punto de desfallecer, cuando ya todo lo creíamos perdido, pareciera que Dios
había escuchado nuestras plegarias y poco a poco el viento y la lluvia
comenzaron a amainar. Agotados y casi rendidos vimos que lo peor de la tormenta
ya había pasado, que nos habíamos salvado y que viviríamos para contarlo.”
Esto que para nosotros es una tragedia, para ellos,
los pescadores en algo normal, poner en juego su vida a cada instante. Trabajar
a marchas forzadas, estar lejos de la familia por largo tiempo y no saber si
vas a regresar a tu punto de partida es parte del carácter, de la vocación y la
mayoría de las veces de la necesidad de obtener los ingresos necesarios para
subsistir.
Poder regresar
al puerto, sentir la alegría y emoción de la familia de volver a verte, de
poder abrazarte hace que se te olviden los momentos difíciles de esta actividad
en la que cada viaje es una aventura inolvidable.
Nuestro reconocimiento a todos los hombres que a
diario se adentran el mar en busca del sustento para su familia, sin saber si
van a regresar.
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