Hace unos días, el pasado 30 de septiembre, se
cumplieron 43 años de una tragedia que enlutó a cientos de hogares de la ciudad
de La Paz, hecho que hasta la fecha aún no se olvida; me refiero al ciclón Liza,
tormenta que azotó a la capital del estado la tarde-noche del 30 de septiembre
y la madrugada del 1º de octubre del año 1976. El fenómeno natural trajo
intensas lluvias a la entidad, lo que provocó la rotura de un bordo de arena
que se había construido sobre la parte alta del arroyo El Cajoncito, cuyo cauce
pasaba de manera natural por varias colonias de la ciudad. La tragedia
sobrevino por esto último, que la ciudad fue erigida en torno a antiguos
arroyos que por siglos el cauce natural del agua de las lluvias había
construido con cierta profundidad. El caso fue que, dado los asentamientos
humanos de la época en pleno florecimiento, el agua fluyó en enormes cantidades
a consecuencia de este ciclón, afluente que se llevó muchas viviendas
construidas sobre el lecho del arroyo, con ello a igual número de familias que
no se dieron cuenta o que no alcanzaron a salir a tiempo.
El fenómeno dejó cientos de damnificados, dejándolos sin
un hogar, sin sus documentos oficiales, sin comida ni agua, en fin. En
desgracia total. Muchos de ellos posteriormente fueron reubicados en lo que hoy
es la colonia 8 de Octubre; primero, se les dieron casas de campaña, luego, les
construyeron una vivienda.
De esa fecha surgieron nuevas historias. Ésta es
precisamente una de ellas.
Recientemente estuve en la ciudad de La Paz por
asuntos personales. No está demás decir que yo radico en Ciudad Constitución.
Ahí viven mi corazón y mi mundo. El caso es que durante un espacio que me di en
mi agenda, me detuve a revivir mis viejos, pero nobles, leales y cómodos, zapatitos,
tratando de sacarle juventud de su pasado. Para esto había localizado una bolería
que se encuentra en el estacionamiento de Chedraui Colima.
No crean que son los únicos zapatos que tengo. No. Pues
también están en mi cajón unos muy “nice” para las grandes ocasiones, para los
eventos de lujo y estilo. Hay otros más para el diario, claro está. No
obstante, con estos ando como en las nubes, porque, la verdad sea dicha, no hay
algo más incómodo que traer zapatos apretados, justos al pie, que te lastimen y
provoquen cansancio o, en el peor de los casos, alguna protuberancia maliciosa
que después te impidan caminar incluso descalzo o en chanclas. Pues bien, como
decía, después de la respectiva boleada y restauración, los “consentidos” quedaron
mejor que nuevos. Bueno, casi, no hay que exagerar.
Allí en la bolería me puse a platicar con Héctor… Héctor
no me acuerdo qué, pero no importa el apellido. Era un joven de 48 años, pelo
entrecano y de buen humor, amena charla, espontáneo, cuya complexión manifestaba
su gusto por el buen comer. En ese momento el único operario del negocio de
calzado salió con el tema y la fecha de la tragedia inicialmente mencionada.
Héctor, para esa fecha, según él mismo, tenía seis
años, vivía con su familia que tenía casa precisamente en el cauce del arroyo.
Era una vivienda modesta, con techo de cartón y paredes de triplay, por
aquellos años muy comunes dado lo económico, fácil adquisición, transporte y
construcción inmediata —ahora ya no se usa—, es decir, una casa humilde, sin
piso de concreto, sencilla pero llena de calor humano.
Esa noche su padre, quien era policía, había sido acuartelado
ante la inminente llegada del huracán.
La lluvia llegó torrencial, como nunca, o como hacía
mucho tiempo quizá no sucedía. En pocas horas la ciudad se inundó, y los arroyos
crecían y crecían, aumentando el riesgo para quienes vivían por allí.
A las pocas horas del amanecer del día uno de octubre se
conoció la tragedia, como reguero de pólvora. Tal vez no en la magnitud de lo
que realmente había pasado, esto quizá a estas alturas ya no se sabrá a ciencia
cierta, pero sí el hecho de que la corrida del agua se había llevado muchas
viviendas, entre ellas la del policía, papá de nuestro amigo Héctor.
Al regresar el policía a su casa no había quedado ni
rastro alguno. Al darse cuenta de la desolación preguntó, desesperado, por su
familia. Inmediatamente le contestó alguno de los muchos presentes que
observaban el arroyo lleno de furiosa corriente que se los había llevado a
todos.
El hombre no halló qué hacer. Lleno de angustia, sin
poder pronunciar palabra alguna, a punto de un infarto pensando que se los
había llevado el arroyo, se quedó tieso por un largo rato. Con lágrimas en los
ojos comenzó a reaccionar. Entonces alguien le dijo:
—¡Sí! ¡Se los llevó al refugio la brigada del ejército!
El policía, que en ese momento pareció haber
envejecido mil años, reaccionó. Salió corriendo como a doscientos metros del
lugar, donde localizó a su familia.
Después de los respectivos abrazos tupidos de lágrimas
por el reencuentro, preguntó cómo
lograron salir de la casa. La mujer le explicó que gracias a su hijo mayor, quien
de manera oportuna intuyó lo que podía pasar dos horas antes de que ocurriera la
tragedia, no sin remilgos de parte de ellos. Los sacó a todos de la vivienda
que fueron a parar a ese lugar.
Entre risas de contentos transcurrió un buen rato, por
eso tardaron en darse cuenta que faltaba Héctor, el niño ahora adulto que nos
contaba esta historia. Otra vez la angustia de no saber de él, dónde está, qué
pasó. Más tarde encontraron a su tío quien les explicó que los soldados se lo
habían llevado al cuartel, junto con otros niños y mujeres, puesto que ese
lugar también había sido habilitado como refugio.
Pasada la tormenta su padre fue a buscarlo al cuartel.
Ahí lo encontró sano y salvo, muy bien atendido por elementos del ejército.
Los niños y los jóvenes a veces, son, por decirlo de alguna manera, algo crueles a
la hora de dar carrilla o de poner apodos. En este caso, por su estancia en el
cuartel le valió a Héctor que le apodaran “Hijo de Guacho”, sobrenombre que
hasta la fecha conserva.
Una historia con un final en cierta forma feliz, sin
casa en ese momento, pero todos sanos y salvos.
Y por cierto… Mis zapatos quedaron como un espejo.
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