A don Félix Talamantes, donde quiera que esté

 


Conocí a don Félix Talamantes allá por los años del noventa. Lo entrevisté a principio del nuevo siglo, tal vez en el 2001 o 2002, no recuerdo con exactitud. Nació en 1923 y falleció hace algunos años, allá por el 2008.

A don Félix, como a muchos de los habitantes de la Sierra de la Giganta que vivieron entre las décadas del treinta al cuarenta del siglo pasado, le tocó vivir épocas muy difíciles, puesto que en ese tiempo no había caminos, ni autos, ni tiendas, ni trabajo, menos dinero para comprar lo mínimo necesario. La gente vivía, como dijera alguien de allá mismo, “de milagro”. Si llovía, por ejemplo, había queso y carne, de lo contrario el ganado se moría de hambre y la gente sobrevivía comiendo lo que el campo silvestre les daba. Así las cosas.

En aquellos años el viaje a La Paz era por tierra. Quienes vivían en la sierra bajaban por San Evaristo y los que vivían en los Llanos de Hiray, o Llanos de Magdalena, lo hacían por la costa. Todos en burros o mulas. Duraban quince días en la vuelta. Acudían a la capital del territorio a cambiar carne, cueros, queso por alimentos y otros productos necesarios en el hogar. Así sobrevivían los habitantes de esta región.

Cuando la familia era numerosa, los hijos varones tenían que buscar trabajo desde temprana edad. De esta manera también lo hizo don Félix. En una ocasión llegó un conocido de sus padres y éste le pidió que lo mandara con él, que le daría trabajo. Desde luego que no lo pensó mucho; el chamaco se fue.

Félix pasó a vivir con ellos a otro rancho de la región, apenas tendría diez años. Los señores lo mandaban a cuidar que los becerros no se mamaran, luego había que esperar que llegaran las vacas para encerrarlas, cosa que a veces hacían hasta la medianoche.

Al principio dormía en un tejaban, a un lado de la casa, pero se quedaba dormido y los becerros se mamaron varias veces. Eso a los dueños no les gustó, así que lo mandaron a dormir al corral que estaba lejos de la casa. Para ello le dieron una cobija. Todas las noches prendía una fogata y se acostaba cerca de ella. En una ocasión se acercó tanto a la lumbre a casusa de tanto frío que hacía que se le prendió la cobija. Cuando se dio cuenta ya era tarde, el fuego la había consumido toda.

Ya, al amanecer del nuevo día les explicó a los patrones lo que había pasado, pero ya no quisieron darle otro cobertor. Sólo obtuvo una regañada. A partir de ese día se enterraba en la arena de un pequeño arroyito que pasaba junto al corral para no pasar frío en la noche. Ahí dormía, con el suelo como cama, la arena como cobija, el cielo y las estrellas como techo y la fogata como lámpara de noche. Esa fue su casa durante mucho tiempo.

Como no tenía una pala, aunque en el rancho sí había, pero no le dejaban utilizarla, usaba un pedazo de tronco de árbol seco. Cubría con la arenita blanca todo su cuerpo. Ahí paso varios inviernos, algunos muy fríos y otros no tanto.

Pero no fue todo, después, se le acabó la ropa que tenía, que no era mucha por cierto; se quedó solo con el cambio que traía puesto. Se hizo tan vieja la ropa que ya se descocía o se ajaba de todas partes. Como no tenía más, ni nadie que se la cociera, la prendía con espinas de mesquite; a veces cuando hacia algún movimiento brusco las espinas se enterraban en su cuerpo provocándole pequeñas heridas que sangraban o un dolor intenso. Así anduvo mucho tiempo.

Y la comida. Le daban comida una sola vez al día, por eso estaba tan flaco, a veces cazaba algún animal, una paloma, una chacuaca o algún conejo y aprovechaba la fogata para cocinarlo, con eso medio se llenaba.

Como no tenía un arma para cazar, hizo una resortera con una horqueta de palo fierro y con pedazo de hule. Con ella buscaba su comida.

En sus ratos libres, que eran pocos porque había  muchas tareas a realizar en el rancho, se dirigía al arroyo. Había una poza grande y a un lado un mezquite con mucho follaje, tal vez porque estaba cerca del agua. Ahí se bañaba o se sentaba bajo la sombra de ese ese árbol a escuchar el viento, el canto de los pájaros o a ver algunos patos o aves diversas que llegaban al lugar.

Se entretenía tirando piedras al centro de la poza para mirar cómo las ondas que provocaba el impacto con el agua, recorrían lentamente toda la distancia, desde el centro hacia la orilla,  haciendo círculos perfectos.

Otras veces se acostaba en la arena para ver las nubes viajar de un lado a otro.

Así fue, hasta que un día llegó un señor que dijo era su tío, se enteró de que lo pasaba y se lo llevó con él. Para ese entonces ya había pasado mucho tiempo en ese lugar. Él nunca pensó que estaba siendo víctima de una injusticia, porque no sabía que la vida podía ser de otra manera. Ese era su mundo, no conocía más.

Félix creció y con el paso de los años se convirtió en “Don Félix”, un hombre de provecho, excelente padre de familia y talabartero de profesión, hacía unas sillas de montar hermosas. Mi respeto donde quiera que esté.

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