La Secundaria Morelos de los sesenta

 


Las etapas de nuestra vida que más recuerdos nos dejan, son, sin lugar a dudas, la niñez y la adolescencia, son los años que más disfrutas de la vida. Sin más preocupación que asistir a la escuela, la mayor parte del tiempo lo dedicas a divertirte, a jugar, a hacer amigos y a veces, producto de la ingenuidad de esa edad, haces cosas de las que luego te arrepientes porque en muchas ocasiones te ganaron una reprimenda o te metiste en problemas sin querer y de ahí, que surgieran algunas de las anécdotas que ahora compartimos.

Pero no sólo recordamos lo que nosotros hicimos, también hubo eventos o sucesos de los cuales nos tocó ser testigos y que por alguna razón tenemos presentes y viene a la memoria como parte de nuestra vida.

Cuando comienzas a revolver el pasado, de lo primero que te acuerdas es de tus maestros, principalmente de la primaria o de la secundaria. Bien podíamos decir que fueron nuestros segundos padres. Hace algunos días me encontré al profesor Enrique Estrada Lucero, quien fuera mi maestro de geografía en la Morelos, de la cual fui alumno. Soy de la generación 1962-1965.

En aquellos años la Secundaria Morelos estaba en el edificio ubicado en B. Domínguez entre 5 de Mayo e Independencia, un antiguo local que además albergó la cárcel durante algunos años.

Por un tiempo la secundaria compartió también ese edificio con la escuela Normal.

El director de la institución era el Prof. Humberto Muñoz Zazueta, mi padrino de bautizo.

En ese edificio cursé los primeros meses del año escolar 1963-1964, ya que antes de que terminara el año nos cambiamos al nuevo que fue construido especialmente para la secundaria.

Como no tenía suficiente espacio, y junto a la escuela se acababa de inaugurar la Casa de la Juventud, ahora el CREA, ahí nos daban educación física.

En ese tiempo ambos edificios estaban al final de la ciudad. A partir de ahí, todo hacia el sur, era monte. Para llegar a la escuela quienes vivíamos prácticamente en el centro, nos tenían que llevar en autobús. Para eso se compró “el esqueleto”, así le decíamos, sobrenombre adquirido debido a su apariencia, pues estaba descubierto de los lados y del techo al cual lo taparon con hojas de fibracel. El citado camión pasaba por nosotros a eso de las siete quince, por la calle Guadalupe Victoria. En aquellos años el horario de clases era de 8:00 de la mañana a 2:00 de la tarde y los sábados hasta la 1:00 de la tarde.

Para irnos a la escuela, como teníamos que levantarnos muy temprano, el desayuno era un ponche: choco milk con leche, huevo y una pisca de canela. Se preparaba con un batidor de madera y a mano, no había licuadoras o no teníamos, no sé.  Si no estábamos listos y puntuales a la hora que pasaba el autobús, nos dejaba.

Los maestros de la secundaria, en los sesenta eran, en mi caso, Silvestre el Tete Hirales, quien nos daba Matemáticas y nos dejó además, un abundante legado de refranes; Teófilo Encinas Cuadras, Español. El profe Luis Sabín Fabares, Historia; Biología la doctora Graciela A. de Vonboster; Física, Alfonso Sánchez Ramírez, quien en esos años llegara de Fresnillo Zacatecas. Este profe además de maestro de la secundaria era locutor de la HZ. Química, Enrique Nava Moreno, quien luego sería director de Acción Social del Gobierno del Territorio; Educación Física, Anselmo Romero Lucero; Geografía, Enrique Estrada Lucero; Inglés, Heriberto Alvarado, al que la palomilla le decía Williams y en los talleres José Luis Reyes Martínez, quien me dio Taller de Radio. Allí aprendí además de radio, electricidad y dibujo técnico. En el Taller de Mecánica estaba el profe Luis Yee Castro, en el de Fotografía el Ing., Ignacio Vargas, que años más tarde sería mi compañero en el comité estatal del SNTE, donde ocupamos una cartera; y en el de Carpintería el profe Salomé Trasviña que, por cierto, era mi vecino en la Salvatierra.


Música, Norberto Flores Mendoza y en Lengua y Literatura, Manuel Torre Iglesias. Torre Iglesias era muy popular, trabajaba en todas o casi todas las escuelas de La Paz. En la Normal me volvió a dar clases. Un maestro como él no se olvida fácilmente, escenificaba las obras literarias cuando hablaba de alguna de ellas. Buen maestro. Dicen que, como tenía muchos grupos a su cargo, cuando calificaba aventaba en su cuarto los exámenes y los que caían en la mesa tenían diez, los de la cama nueve y así sucesivamente. Seguro estoy que no fue cierto, pero eso decían de él.

El maestro Torre Iglesias tenía un automóvil de los modelos viejitos, tal vez un Cadillac o algo así, de color azul- por su tamaño se distinguía muy bien a la distancia-, el caso es que un día llego a la escuela, lo estaciono y se fue a dar clases, en eso algunos alumnos lo levantaron y lo colocaron en medio de dos árboles que había a un lado del vehículo.

Hubo otro maestro que nos dio Biología, creo era de Oaxaca: Eligio Laredo Enriquez.

Los sábados teníamos clubes en los que se impartían otra clase de actividades, como Taxidermia, que nos daba el profe Eligio; José Luis Reyes natación; el profe Sabín, artesanías; el Cachente, un señor del Esterito también daba artesanías, trabajaba el carey y los cuernos de toros. Había más, pero ya no las recuerdo.

De mis compañeros de escuela de esa generación, 1962-1965, del grupo “B”, menciono algunos nombres: Obed Aarón Mendoza de la Rosa, Víctor Bancalari Miranda, Arnulfo de la Peña, Jaime Peña Geraldo, Eduardo Savín de la Toba, Manuel Amao Manríquez, Porfirio Díaz, Juan Álvarez, Ventura Márquez Burgoin, Homero Yee Castro, Carlos Beltrán Cardoza, José Antonio Toledo, Francisco Castro, Juan Manuel Gutiérrez de la Rosa, Manuel Flores, Simón Mendoza González, Romeo Gamboa Castañeda, María Elena Tejeda, Griselda Gutiérrez, Josefina Osuna, Manuel Parra Rubio, Ramona Delgado, Héctor Escudero, Vinicio de la Llave, La Pimpo, La Corona, Irma Famanía, Diego Angulo Cosío, Manríquez Garciglia, Rene Insunza Garciglia, Gabriel Ruseau, Marco Antonio López Cinco, José Luis González, Olegario Pérez, Felipe (el Nick), Romeo Calzada Castañeda, Jorge Luis Arballo Verdugo, Clemente Ávila Romero, Mirna Brera Flores, Miguel Escobar Millán, José Luis Escobar Millán, Patricia Vázquez Campos y Fernando Gaxiola.


        Algunos de estos compañeros del grupo “B”, y otros de la misma generación, nos volvimos a encontrar en la Normal, pero a la mayoría ya no los volví a ver. Sin embargo, siempre que estás en la escuela haces equipo con algunos compañeros. A todos los recuerdo con afecto. Un abrazo para ellos, donde quiera que estén.
        Yo siempre fui un niño formal, bien portado ―así me encasillaron y nunca he podido brincar ese cerco―, aunque como ser humano tampoco he escapado a las vicisitudes y avatares de cualquier mortal. He ahí que en mi adolescencia alguien me regaló un cuadro de bicicleta, el cual poco a poco le fui dando forma. Aprendí a armarla y desarmarla, a montar y desmontar sus llantas, y la equipé con todos los adornos posibles, espejos, cintas de colores, luces, barbitas en los cuernos, etc. etc. Compraba todos estos artículos en Deportes Ortiz, que estaba por la calle Revolución, casi con Bravo. En una ocasión me regalaron en ese lugar un calendario de bolsillo que al reverso tenía, no sé si era una foto o dibujo de una mujer con el torso desnudo. Recuerdo que la llevé a la escuela. En el salón se la quise enseñar a uno de mis amigos y la compañera que estaba en un lado me la arrebató y se la dio al maestro. Éste me llevó a la dirección y el director. El profe Zazueta me dijo muy serio: “quiero hablar con tu papá. Si mañana no viene contigo, no podrás entrar a la escuela.” Nunca dije nada. No niego que le aposté a la relación del director con mis padres para saldar el asunto, pero tampoco fue un crimen el que cometí. Por supuesto que el otro día me presenté en la escuela y no pasó a mayores. Fue un tema concluido, pero lo sucedido nunca se me olvidó.

Nunca fui deportista, pero sí participé en un evento deportivo que no recuerdo si fueron olimpiadas territoriales o intersecundarias. Fue en el antiguo estadio Arturo C. Nahl, cuando las gradas estaban al lado contrario de las que existen en la actualidad. Hice equipo en una competencia de relevos de cuatro por cien metros planos, no ganamos, ¡pero cómo nos divertimos!

 Ya en el edificio nuevo se inició la banda de guerra, el instructor era el cabo Orantes del 14 Batallón.

Cuando había algunas diferencias entre algunos de los alumnos, estas se dirimían en las afueras de la tenería, cada uno con su porra y ¡se daban unos entres, mejor que los del Canelo!

En el edificio anterior y todavía en el nuevo se acostumbraban las novatadas, era tusarles o cortarles el copete, a mí no me toco tal vez porque tenía el pelo muy corto, sin embargo esta práctica desapareció poco tiempo después ya que uno de los alumnos salió lastimado, le cortaron un dedo.

El monumento a Morelos estaba inicialmente en la 5 de Mayo, sobre la glorieta que está en la esquina del estadio Arturo C. Nahl. En esos años lo ubicaron frente al edificio de la escuela secundaria, donde se hacían los honores a la bandera todos los sábados a primera hora. Llevábamos para tal efecto cuartelera y corbata.

Cuando nos cambiamos al nuevo local, continuaron las edificaciones en la Casa de la Juventud. En esos días se estaba construyendo el frontón. Recuerdo que levantaron las paredes de piedra, muy altas, tal vez diez metros. No sé cuántos, y fueron colando las trabes, pero no las columnas, de tal manera que un día llegó un viento muy fuerte y las derribó. Muchos nos dimos cuenta cuando éstas cayeron. Como las fichas de dominó cuando las acomodas paraditas de lado, empujas una y se caen todas en cascada. Por fortuna en ese momento no había nadie en Educación Física. Fue una experiencia inolvidable. Desde el segundo piso de la escuela se podían contemplar perfectamente todas instalaciones de Casa de la Juventud.

En 1964 se inauguró el servicio de transbordadores de La Paz a Mazatlán. A nosotros, los alumnos de la secundaria, nos llevaron a conocerlo. El transbordador La Paz sería el primero de muchos otros que llegarían después, y un medio de trasporte que revolucionaría las comunicaciones en Baja California Sur.


En esos años comenzó el rock en La Paz. Antes eran las orquestas las que amenizaban los festejos, pero estando en secundaria se formó el primer grupo de rock local, Los Wanders. Sus integrantes eran alumnos de la prepa, el Tony Ortega fue uno de ellos.

Este grupo amenizó nuestro último festejo del Día del Estudiante que se realizó en los patios de la escuela.


En esos años llegó otro grupo similar, procedente de Ensenada, Los Mayestic. Cuando tocaban en el mismo lugar, el público se emocionaba y lógico que el apoyo era para los locales.

El Coromuel ya existía y los sábados y domingos era habitual que alumnos de la secundaria y de otras escuelas acudieran a este balneario que era el preferido de los habitantes de la ciudad de La Paz, y no se diga el día del estudiante, fecha en la que acudían cientos de ellos a celebrar.


De aquella época les comento una anécdota. En tercer año, el Día del Estudiante, Clemente Ávila llevó su carro, una camioneta Dodge grande, tipo panel, color azul. Era de los años cincuenta. Tenía un asiento atrás y ahí nos hicimos bola, y después de la fiesta nos fuimos a dar la vuelta. Era de noche, por supuesto. Había en ese entonces un centro nocturno en lo que ahora es un hospital de unas religiosas, allá por el Esterito. Se nos ocurrió llegar, a sabiendas que no nos iban a dejar entrar. Llegamos, nos bajamos, íbamos como cinco o seis, no recuerdo, y nos dice una dama cuando nos vio parados en la puerta: “oigan, se equivocaron. El kínder queda en otro lado”, nos dimos la media vuelta y salimos riéndonos de la ocurrencia de esta persona y orgullosos de nuestra primera incursión, aunque fracasada, en el mundo de los adultos.

Estando en la escuela nos tocó también que nos informaran del asesinato de John F. Kennedy, presidente de los Estados Unidos.

En los sesenta, La Paz aún era pequeña. Tendría unos 25 o 30 mil habitantes, había familias de apellidos ampliamente conocidos.

No había señal de televisión ni videojuegos, pero eso no era problema, esa diversión las sustituíamos en el poste de la esquina o arriba de los mezquites del arroyo en donde nos íbamos a platicar de espantos o de películas. Cines sí había, o simplemente a jugar aquellos juegos tradicionales como el cani, cani, los encantados, etc. etc.

Yo no nací en la ciudad de La Paz, pero ahí crecí. Fue parte de mi niñez y mi adolescencia, aunque la ciudad ya no es la misma. En aquellos años hacía honor a su nombre. Reinaba la tranquilidad, no sólo por la ausencia de ruidos que irrumpieran la paz, quizá una ocasional sirena de algún barco que llegaba o salía rompía ese silencio que dominaba el ambiente, o el de la planta de luz que indicaba la hora emitiendo un especie de silbido, el cual se escuchaba en toda la ciudad, marcaba las siete de la mañana y la una o dos de la tarde.

En aquellos años La Paz era todavía una ciudad pequeña. Llegaba hasta la calle 5 de Febrero y hacia el oriente apenas comenzaban las colonias Los Olivos y La Guerrero, por eso teníamos como alberca, en los días de verano, toda la bahía, y como patio todas las calles de la ciudad. Podíamos andar tranquilos. No había delincuencia, ni robos. Dormíamos en la calle en un catre. La casa podía estar con las puertas abiertas sin peligro que algún intruso se metiera. Eso sí, como no había aires acondicionados a lo más que podíamos aspirar era a un abanico y con aquel pinche calor que hacía, ya se habrán de imaginar.

Aun así, fui muy feliz. De esto no cabe duda.

 

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